un viaje musical y continuo por el que llegaremos a colarnos en las primeras filas de un ritual secreto de iniciación masónica, pero también en los camerinos donde juegan al ajedrez el dragón y la reina de la noche esperando su llamada a escena.
Mañana, ya casi hoy, martes veremos Trollflöjten (La flauta mágica 1975), adaptación dirigida por Bergman de la célebre ópera de Mozart por encargo de una televisión sueca... La ¿película? de Bergman es muchas cosas, entre otras una invitación a no salir del todo de un mundo ni llegar a entrar por completo en otro para, desde allí, empezar a ver algo que no debería estar viéndose así: mirar, por ejemplo, cara a cara al público (¡como si pudiera mirarse a la cara de “la humanidad”!), o ver desde demasiado cerca las artimañas de unas hadas para poner un candado en la boca de Papageno, o un medallón en el que el retrato de la amada empieza a cantar (¡oh magia del croma!), y seguir y seguir y seguir hacia muy al interior tras unos personajes, que son cantantes, que son actores, que son … en unos decorados que dejan de serlo porque no tienen fin y al mismo tiempo son tan reales que podríamos tropezarnos con ellos… un viaje musical y continuo por el que llegaremos a colarnos en las primeras filas de un ritual secreto de iniciación masónica, pero también en los camerinos donde juegan al ajedrez el dragón y la reina de la noche esperando su llamada a escena. PD: siempre me fascinó la idea de ópera televisada, como si para verla hubiera que estar en la peculiar situación de ir vestido de gala y al mismo tiempo en pijama y sillón, pues de esta guisa os propongo asistir mañana a las 20.00 para ver esta Flauta Mágica en la Morada.
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El martes pasado propuse ver 'The Innocents' (Jack Clayton, 1961). La propuse a partir de 'El viaje de Chihiro' argumentando que en ella aparecían fantasmas entendidos desde otro lugar. Pasamos de Japón a principios del siglo XXI (junto a ese otro tiempo al otro lado del túnel) a una Inglaterra ultravictoriana de mediados del siglo XIX (mirada desde los años sesenta). Alguien comentó que según creencias japonesas los fantasmas proliferan en lugares con humedad y por ello son propios de las islas. No estoy segura de que sean fantasmas los seres desbordantes del mundo al que viaja Chihiro -yōkai en terminología japonesa- ni tampoco los espectros apenas visibles al fondo de los planos de 'The Innocents’... Sucedió que volviendo a ver la película para escribir sobre ella, me di cuenta de que tenía un recuerdo muy borroso, fusionado con otra película y no sabía exactamente cuál. En ese momento pensé en que querría preguntaros qué os parecería que propusiera otra película porque uno de los principios que nos damos al seleccionarlas cada martes es que deben suscitar cierto apasionamiento en quien las propone. Tras mi desmemoria, hubiera preferido no haberla propuesto, por lo diferente a mi visión retrospectiva, pero al final, quise respetar el proceso habitual. Creo que veremos una película con una aproximación a lo fantástico desde el cine ¿occidental? que quizás nos permita reconocer dos mundos separados y a la vez superpuestos. Veremos también la relación entre unos adultos y unos niños. En un momento alguien dice: “But above anything else, Iove the children”. Y en otro momento un niño recita: What shall I sing to my lord from my window? What shall I sing for my lord will not stay? What shall I sing for my lord will not listen? Where shall I go when my lord is away? Whom shall I love when the moon is arisen? Gone is my lord and the grave is his prison. What shall I say when my lord comes a calling? What shall I say when he knocks on my door? What shall I say when his feet enter softly? Leaving the marks of his grave on my floor. Enter my lord. Come from your prison. Come from your grave, for the moon is a risen. Welcome, my lord. “No vamos a vender nuestros recuerdos más bellos” En una ciudad alemana indeterminada, allá por los primerísimos años del siglo XX, un pintor, Claude Zoret, “máxima gloria del arte nacional”, vive en una casa inmensa, ornamentada hasta lo inimaginable, poblada por obras de arte y una peculiar familia: varios sirvientes, un mayordomo fiel y Mikaël, su ayudante-ahijado-adorado, el modelo de sus cuadros más admirados. En esta casa entre el ir y venir de críticos de arte, nobles y marchantes se introduce una princesa para encargar al gran maestro un retrato: “nunca pinto retratos por encargo, pero ya que está usted aquí, se lo haré”, una princesa sobre la que se rumorea que está arruinada y cuyos ojos se encuentran fulminantemente con los de Mikaël… …la semana pasada hablábamos de la asombrosa libertad que se lograba en la película El señor Shosuke Ohara a partir de una historia ya contada y cantada desde su inicio. En Mikaël no parece buscarse más modo de libertad, frente al fatalismo que se irradia desde el mito griego, el folletín o el teatro burgués decimonónico, que la posibilidad de narrar exactamente los entresijos de la improbable sostenibilidad de un triángulo amoroso, afrontando lo previsible a través de una forma de contar tan clara que casi parecería intentar deshacer por nitidez lo que presenciamos. Con un formalismo extremo y parco se da vida a un escenario que empieza pareciendo de teatro y termina cobrando una extraña vida, un espacio en el que se despliega una sofisticada retórica que parecería obedecer al lenguaje corporal inherente al cine mudo, pero que nos traslada la posibilidad de ver cómo las emociones pueden estallar en los ojos, materializarse en los cuerpos, casi hasta el éxtasis… Hay también en la película muchas otras cosas: humo de largos cigarros, un abanico de plumas para besarse mientras se contempla el lago de los cisnes de Tchaikovsky, una estatua griega observada por dos enamorados, como un bebé, la figura de un Cristo desproporcionado que parece estar sentado a la mesa, la monstruosa cabeza de una escultura de un arte clásico monumental o pequeñas caras de marionetas entre las que se encuentra una cara de Chaplin, una cara que Mikaël imita con su rostro… Contraposición entre el arte del pintor, de cuadros enormes, en salones enormes, aplastantes, en un clasicismo filmado hacia lo grotesco, y cierto eco de este arte tradicional en la narrativa de Dreyer, hasta el momento en que todo se rompe cuando el joven Mikaël interviene para pintar los ojos que se le resisten al afamado pintor y… ¡ah, que increíble momento! sobre el que no os quiero adelantar más…
antes de que lo veáis con vuestros propios ojos el próximo martes a partir de las 20.00 en la Morada. “Corrientes de amor plantea preguntas inquietantes sobre el amor familiar; nos llevó cuatro años desarrollarlas. Se trata de un tema tan universal y tan delicado que es una experiencia muy difícil para los actores. Durante todo el rodaje de esta película recordé una y otra vez las palabras de mi padre: “Todo problema tiene solución”. Pero, puesto que Corrientes de amor trata precisamente del amor, no parecía haber una solución que yo pudiera encontrar, o que Ted pudiera encontrar, o que pudieran encontrar nuestros cien conspiradores en este doloroso estudio sobre el significado del amor. Creo que podemos decir sinceramente que las complicaciones de la historia, del argumento, y de entretener al público no las hemos evitado, pero sin duda alguna tampoco las hemos solucionado. Me encantó tener a todos esos niños en la película, analizando sus problemas y sus miedos. Es una locura, pero sólo algunos de los filmes comerciales parecen entender bien a los niños, comprender su realidad, en qué se ocupan, el peligro en el que viven. En cierto modo, están más cerca de la muerte que nosotros los adultos, por todos los riesgos que corren. Tal vez quieran morir antes de llegar a parecerse a nosotros. Me interesaba mucho ver cómo el tema de la vida familiar y el tema de la vida en la calle forman parte uno del otro. A veces la vida familiar se vuelve muy dura, aunque en realidad esperamos que la dura sea la vida de la calle. La vida de la calle, la vida nocturna, la gente solitaria en busca de algo…, a veces son incluso más suaves, porque no llevan implícito un sentido de la responsabilidad y el dolor. La mayoría de la gente piensa que la vida nocturna son cinturones negros, látigos, asuntos turbios y sórdidos, pero no es así. Esa vida implica una búsqueda. La gente busca y busca, pero nunca es suficiente. Un hermano y una hermana, pongamos por caso; o un divorcio. Combina esos temas con la vida de la calle y tendrás temas nocturnos y temas diurnos todos mezclados. Creo que nunca dejaré de investigar ese tema. …nunca tuve una hermana, por eso hice Corrientes de amor… Corrientes de amor nos introduce en la vida de Sarah Lawson y Rober Harmon, o, más bien, los introduce a ellos en nuestra vida. Sarah y Robert han vivido de un modo muy distinto, pero el lío en que ambos han terminado metidos es igualmente desesperado.
Ella llega desde el fin de su matrimonio. Puede que su marido y su hija la quieran, pero no quisieron seguir viviendo de esa manera, con constantes peleas y en constante tensión. Los recuerdos son hermosos, pero se ha terminado. Han pasado esa época en que alguien sabe que eres vulnerable, lo sabe pero sigue poniendo el dedo en la llaga, una y otra vez. No puede parar, se vuelve un hábito. Por eso es posible que la relación termine, pero no el amor. Él piensa que sí, pero Ella sabe que su hermano se equivoca; no termina, aunque deseamos que así sea. El amor sigue, pero importante no es decirlo -en el guión -, sino hacerlo. …ellos, como la mayoría de nosotros, siguen intentándolo. Simplemente siguen adelante, una y otra vez. Ocurra lo que ocurra, ocurre. Y cuando ocurre, los personajes ríen o se enfadan, pero no se rinden. ¡No se rinden! Y eso es lo que los hace, digamos, simpáticos. Consiguen algo, y se aferran a lo que consiguen y siguen adelante." Fragmentos extraídos de Cassavetes por Cassavetes. Ray Carney (ed.) Pd: Y ¿Cómo llegamos a Corrientes de amor desde O Último Mergulho la semana pasada? Algo tuvieron que ver unos zapatos dejados en el borde de un muelle al final de la película y dos personajes que se alejaban desde ese punto definitivamente y en dos direcciones ¿opuestas?: uno era un personaje mayor (¿un anciano, un hombre de mediana edad?) que se lanza al agua para darse su último chapuzón y otro (¿un joven, un adulto de breve edad?) que, tras reconsiderar que la vida merecía seguir siendo vivida, camina sin mirar atrás al encuentro de su recién hallada amor, con quien se interna en un frondoso campo de girasoles… Ante la idea de que el anciano fuera el que decidiese poner fin a su vida pasando a ocupar en cierto modo el lugar del joven, surgió el deseo de ver una película en que se cuestionase esta especie de respetuoso ¿previsible? turno vital y fuesen los personajes mayores, de avanzada mediana edad, los que se quedasen en el borde, los que resistiesen, o se resistieran y decidieran seguir adelante a este lado del muelle y así, de unas aguas a otras, llegamos a Corrientes de amor. Por eso y por los animales. Y quizás porque en ambas películas hay personajes que zarandean las expectativas sobre lo que implica un determinado rol familiar: ser padre de una hija o hija de un padre, o hermana de un hermano o hermano de una hermana… Pero de todo ello y de otras muchas cosas tendremos la oportunidad de hablar el próximo martes 27 de enero tras ver la película en La Morada. Empezaremos, como siempre, a las ocho. De cómo una radio en un coche emite señales de lo poético y un poeta sale en la prensa del corazón y la muerte se enamora y los espejos se atraviesan y Heurtebise.
Orphée (Orfeo, Jean Cocteau, 1950). La semana pasada después de ver “Institute Benjamenta”, nos preguntamos, entre otras cosas, si era posible estar, querer permanecer en ese mundo que se recreaba en la escuela de sirvientes, sin haber entrado verdaderamente en él, por una dificultad para seguir a los personajes en su adentrarse en ellos mismos. Esto era debido, creo, al desequilibrio entre lo que las imágenes en su onirismo intentaban sugerir y lo que realmente se nos permitía llegar a vivir con estos personajes; imágenes llenas -o vacías- de una sobreinterpretación psicológica (entre líneas) de la novela de R. Walser en la que se basa, hasta desentenderse totalmente de ella. En Orfeo (1950) dirigida por Jean Cocteau hay un juego de artificio que, a priori, podría tener relación con la concepción imaginerista de Institute Benjamenta. Pero el artificio aquí se plantea desde una literalidad radical del mito que hace que los efectos de imagen sean a la vez reales y permitan la magia de presenciar cómo se desarrollan ante nuestros ojos para armar de un modo rudimentario y sofisticado una pasarela de cine hacia otro lado, e incluso para adentrarnos en la filmación de ese otro lado… La primera vez que vi la película Orfeo, no vi la película Orfeo. Fue en el examen final de un curso en una cátedra de cinematografía, donde debíamos analizar una secuencia que se nos proyectaba por primera vez sin que se nos dijese a qué película pertenecía, no recuerdo bien si porque se daba por hecho que debíamos haberla visto, o porque ver la película completa se consideraba un detalle nimio a la hora de diseccionarla. En esa secuencia, alguien se preparaba concienzudamente para atravesar un espejo y lo atravesaba… Como si fuese el trozo de una vasija, ese fragmento hizo que la película se compusiera y recompusiera desconocidamente en mi cabeza hasta que años más tarde -todavía era un tiempo en que el encuentro con las películas (no editadas, no descargables) respondía al azar-, la viese completa en un cine-club, en un sótano de Buenos Aires. Y me sorprendió, me fascinó por la manera de superponer narrativamente el mito y un fragmento de vida contemporánea de una ciudad de provincias francesa en los años después de la segunda guerra mundial, en los que se rodaba la película: Orfeo, un poeta al que piden autógrafos por la calle, Euridice ama de casa, las bacantes, un grupo de mujeres feministas y la muerte, y sus emisarios motoristas que entran en escena… Y también por la tensión respecto los convencionalismos sentimentales y el desplazamiento de los protagonismos y los amores en relación al referente mitológico en su versión greco-latina. Y un personaje inolvidable, Heurtebise… Pero de todo esto no quiero adelantar más, hasta que lo comentemos, después de ver la película juntas ¿y atravesar el espejo? El próximo martes 14 de noviembre, a las 20.00 en el cine-club de la Morada. Un western mudo con mucho ruido, un película de miedo en la que lo que el viento no es sólo el responsable de un susto preparatorio, un film de aventuras psicológicas, un melodrama sobre un triple triángulo amoroso, una película en la que los actores se sacuden una y otra vez, un huracán y el viento del norte, un caballo blanco, una violación, una película donde una mujer y el viento, el viento... El viento dirigida por el cineasta sueco Victor Sjötröm en su etapa americana y protagonizada por Lillian Gish, -la última película en la que no se escuchaba su voz-, es celebrada como un clásico, una joya indiscutible de los albores del cine. Pero también es una película, rara, indomable, que no se deja encasillar en una vitrina de maravilla cinematográfica.
En El viento, como en Stromboli, que vimos la semana pasada, las protagonistas son personajes que vienen de lejos y de un pasado. De un pasado del que escapan yendo a parar en un caso a una islita italiana amenazada por un gigantesco volcán y en el otro a un pequeño rancho en el oeste americano azotado por huracanes y por el terrible viento del norte. Ambas protagonistas serán vistas y tratadas con sospecha, con deseo, harán por adaptarse, porfiarán y por momentos se desesperarán, pero no dejarán nunca de hacer como constante forma de negativa vital a resignarse. Una trama minuciosa y apasionante que podemos ver no sólo a través de ellas, sino en ellas, en cada gesto de su rostro, en sus cuerpos. Había algo de mudez en Stromboli, una mudez en la que un llanto de un niño, un silbar traía toda una promesa de sentido. Y hay algo radicalmente sonoro en El viento, una película de la que es imposible acordarse sin tener ganas de sacudirse la arena y escuchar los remolinos golpeando incesantemente en el cristal de la pantalla. La veremos en el Cine-Club de La Morada, el próximo martes 29 de julio a las 20:20 horas. La semana pasada, en Nueve cartas a Berta, Berta no respondía. O no se nos daba la posibilidad de conocer ninguna de sus respuestas, ni de saber qué tendría que decir ella a las misivas lamentosas escritas siempre con un idéntico tono de tristeza por el protagonista. Pero, a pesar de los innumerables recortes impuestos por la película, el mensaje quedaba claro, extremadamente claro; tan cifrado en la constatación de las condiciones de época, que la supresión vital parecía sentenciarla y sentenciarnos a una imposibilidad de mundo. Daban ganas de respirar. De imaginar cómo serían, fuera de cámara, las conversaciones incontroladas, completas, de saber si aparecería en ellas la rabia, los motivos, las dudas, las tonterías, los gustos, de esos personajes o de esos actores, liberados de los personajes, o de los personajes liberados de los actores-símbolos de una opresión representada, en un contexto, sin duda, de opresión, que reconocemos a distancia. Recordaba que cuando vi Faces me fascinó, entre otras cosas, cómo se da en ella el estar con los personajes, un estar que no pasa por la empatía direccionada, y que sí tiene mucho que ver con dar y darles tiempo, con algo de dinamitar la identidad entre personaje-actor, con cómo la cámara se entromete frenética y al mismo tiempo deja que las cosas sucedan, con una furia vital por la que todo se expone al riesgo de perder la propia película. Faces (1968) dirigida por John Cassavetes es una película que termina a los 3:27 minutos de haber empezado. A los 3:27 minutos de su metraje total de 130 minutos. 130 minutos de la última versión para la que se habían filmado unas 115 horas durante más de 3 años. El montaje final, extremadamente laborioso, se llevó a cabo en el garaje de la casa de John Cassavetes, casa en la que se ruedan la mayoría de las escenas de la película, por no contar con apenas presupuesto. El garaje, lleno de rollos de película, es habilitado como espacio de trabajo cinematográfico clandestino en el centro del sistema de producción hollywoodiense.
Faces sucede principalmente –aunque no sólo- en los rostros de los actores. Una película con actores tan hiperinconscientes de las cámaras que producen vértigo, que lloran, ríen, lloran, ríen, lloran, que podrían hartarnos, que nos importan. Parte de la crítica ha visto en ella un retrato de la hipocresía alienante sobre la que se asientan las relaciones matrimoniales de la burguesía norteamericana. No creo que aproximaciones así puedan decir mucho de esta película. Sobre todo ello tendremos ocasión de discutir después de verla, el próximo miércoles 6 de mayo a las 8 de la tarde en el cine-club de La Morada. UN AÑO CON TRECE LUNAS In einem Jahr mit 13 Monden (Rainer Werner Fassbinder, 1978) En palabras de Fassbinder "Un año con trece lunas describe los encuentros de una persona durante los últimos cinco días de su vida, tratando de descubrir a través de tales encuentros si la decisión de esa persona de no seguir viviendo después del último día, el quinto, debe ser rechazada, siquiera comprendida o incluso aceptada por los demás. La acción transcurre en Frankfurt, una ciudad cuya estructura especial da lugar a biografías como esta, o al menos hace que no parezcan inusuales. Frankfurt no es un paraíso de serena mediocridad ni una ciudad pacífica, agradable y plácida; es, por el contrario, una ciudad donde las contradicciones generales de la sociedad aparecen en cada esquina, incesantes". En una secuencia de la película Elvira, la persona a la que se refiere Fassbinder, lleva a su mejor amiga Zora al matadero donde trabajaba. Elvira habla de sus recuerdos, cuando era Erwyn, cuando fue padre de una niña llamada Mary-Ann y cuando Christoph era su amante. Los cuerpos de las amigas caminan avanzando hacia el interior del matadero y desaparecen progresivamente del plano; la voz de Elvira continúa sin detenerse a medida que vemos aparecer las vacas brutalmente degolladas, con las cabezas rebanadas a punto de desprenderse de los cuerpos que cuelgan oscilantes. Esta es una transcripción del texto en la secuencia: En realidad quería ser herrero, pero no pude entrar como aprendiz. Sólo como carnicero. Fue más fácil colocarme en una carnicería. Terminó por ser suficiente. El carnicero tenía una hija. Se llamaba Irene. Terminó en la escuela justo cuando yo terminé el aprendizaje. Queríamos vivir nuestras propias vidas. Su padre nos trataba como si fuéramos mercancía. Nos gustábamos mucho. Quizá no podríamos llamarlo amor. Pero había algo entre nosotros, así que nos casamos. Poco después, Irene tuvo un bebé. Nuestro pequeño tesoro, nuestra Marie-Ann. El padre de Irene ya no podía hacer nada. Irene se quedó conmigo, incluso cuando volví de Casablanca. Nunca pidió el divorcio, ni siquiera por la niña, aunque es mucho más lista que yo. Se hizo profesora. Y su vida es mucho más valiosa que la mía. Christoph era actor cuando le conocí. Llevaba siete años haciendo teatro. Lo normal es que los actores vayan a ciudades cada vez más grandes. Pero con él era al contrario. Las ciudades se hicieron cada vez más pequeñas. Al final, nadie le quería, y eso le entristecía. Estaba tan deprimido que quería morir cuando le conocí. Hice ritos de vudú para ayudarle. La mejor parte era ensayar papeles con él. Yo hacía un papel y él el otro. Yo decía: “Cuando nuestra mirada ilumina una acción monstruosa el alma queda en vilo”. Y Christoph decía: “Al fin pues, afronto mi destierro, desposeído, exiliado, apenas un mendigo aquí. Una corona de laurel me impusieron para llevarme a un altar, como una bestia sacrificial. Y así me sedujeron para arrebatarme mi poema, que era mi única posesión. Lo obtuvieron con halagos y lo retuvieron con fuerza. Ahora mi única riqueza es la que está en tus manos, la que me introdujo al mundo: todo lo que quedaba para impedir mi muerte por hambre. Ahora descubro por qué debería regocijarme: si no llego a hacer mi canción perfecta, y si mi nombre no debe ser conocido en el extranjero, pues, desde su envidia, mis detractores encuentran un millar de faltas y, así, debo ser olvidado. Por tanto, debería entregarme a la pereza, abandonándome a mí mismo y a mis sentidos. ¡Qué decididamente nos engañamos y honramos a los corruptos que nos honran!”. Entonces yo decía: “No te abandonaré en tu desasosiego”. Y Christoph: “Concédeme ¡Concédeme por un momento el regreso del presente! Y, aunque un hombre sea acallado por su dolor, un Dios me dio la facultad de decir…” La voz de Elvira-Erwing se retuerce en esta escena al decir su historia entre las palabras de Goethe; entre el dolor extremo y la estridencia, esta voz se sobrepone a un fondo de radical violencia puesto en primer plano por las imágenes. Y ese sobreponerse tiene mucho que ver con la forma de atravesar -y resistir poniendo el cuerpo- a las coreografías de agresión que circundan al personaje en sus intentos de ir hacia los otros, forma de hacerse cargo del propio dolor inolvidablemente contada en esta película. El martes, 29 de octubre a las ocho de la tarde, en el cine-club de La Morada.
De lejos. Si la semana pasada fue echarse a la carretera, a la sabana, al bosque, al río en Nigeria, con ese convoy mínimo, para tres y al menos uno más, Jean Rouch y su cámara y un coche a pedazos recompuestos con el que se iba desmontando y montando la historia -un viaje que desemboca felizmente en otro viaje-, esta semana en Et la lumière fut (Y la luz se hizo, 1989) la resistencia consiste en quedarse, en el conseguir permanecer en la aldea: un pueblito a la vez real e ideado por el guionista y director georgiano Otar Iosseliani en el sur de Senegal. Allí donde Okonoro repudia consecutivamente a sus dos maridos, las mujeres cazan, los hombres lavan en el río, las jóvenes premian con un montón de plátanos la pericia sexual de sus amantes, hay rituales para hacer llover y resucitar a los muertos y se cantan canciones para celebrar los acuerdos de las asambleas. Un lugar del que marcharse definitivamente supondrá irse a vivir entre la chatarra que se acumula en los suburbios de la ciudad y en el que quedarse obliga convivir con la humareda de un camión que a diario transporta enormes troncos de los árboles talados. Árboles cuya caída, cada vez más cercana, resulta estruendosa, amenazadora y, por momentos, bella. Et la lumière fut parecería comenzar con una trampa: nos pone en disposición de preveer lo que vamos a ver bajo el código de un documental sobre un lugar de África, con mucho del tipismo y de la solemnidad propia del acercamiento naturalista; pero poco a poco percibimos señales de algo que incomoda y fascina: la imagen acelerada del sol saliendo ¿es acaso el recurso típico o la posibilidad de que el sol salga a esa velocidad? Como en un cuadro de Magritte, estas señales parecen decirnos: “Esto no es un documental”. Pero hay algo sospechoso, además, en el atrevimiento de inventar una cultura, su cotidianidad, su magia, su mitología. ¿No sería ésta la mirada a la vez fascinada y ciega de unos neocolonos filmando sobre lo opaco de una realidad ajena su exotismo? El documentalista Iosseliani se hace cargo de este conflicto. De hecho, de ahí parte la auto-ironía presente en toda la película –ironía sobre el punto de vista, no sobre aquello que filma-, que se hace muy evidente cuando él mismo y su ayudante de realización aparecen fugazmente como turistas haciendo un picnic cerca de la aldea y mirando por los prismáticos dicen “Oh, c’est beau!”. Aquí fantasear con inventar una cultura es asumir el riesgo para delatar las tensiones de su desaparición, una desaparición de lo comunitario que incumbe a todos. La mirada como desde lejos, excéntrica, tan propia del cine de Iosseliani -en la etapa inicial en su Georgia natal y después en Francia en sus años de exilio por el régimen soviético-, está muy presente en esta película, por ejemplo, en el hecho de no traducir ningún diálogo en dialecto Diola salvo en escasos carteles que recuerdan al cine mudo. Un mirar de lejos pero con detalle, con la minuciosidad del observador que trama una cercanía y que se propone captar cierta luz, no alumbrarla; como la luz de los faros del camión que nos permiten ver al pasar una danza ritual nocturna o la luz que los aldeanos presencian al juntarse cada atardecer para ver ponerse el sol. Proyección: próximo martes 13.08.13 a las 20h en el cine-club del CSOA La Morada. '"La destrucción de la cultura vincular es el mayor daño que ocasiona la sociedad contemporánea. A través de todas mis películas he tratado de reflejar esta fragilidad, que corresponde a la pérdida de la espiritualidad”, ha dicho el autor. Pero de ningún modo hace aquí una elegía del buen salvaje, ni un lamento por las cosmovisiones que desaparecen, ni un grito denunciando la pérdida irreparable de los bosques. Simplemente cuenta cómo son las cosas. Y lo hace con humor fresco, lucidez expositiva y poesía simple, en el estilo sencillo del cine africano cuya voz adopta."
*** por Daniel Sendrós, del programa de Cine Club Núcleo, 26 de abril de 1992, Buenos Aires. |
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